El pasado 9 de noviembre de 2006 fue aprobada la primera Ley de Sociedad de Convivencia del país en el Distrito Federal, aunque los lineamientos para su aplicación se publicaron en marzo de 2007. Curiosamente, dicha ley despertó una gran polémica a nivel nacional entre la población, pues se difundió como una legislación que equiparaba las relaciones homosexuales al matrimonio. Sin embargo, tal relación dista mucho de la realidad.
Si bien la aprobación de esa ley vino a cubrir la demanda de un grupo de la población específico, la comunidad lésbico gay bisexual transgénero (LGBT), en la práctica resultó una alternativa menos coercitiva que el contrato del matrimonio usual sin necesidad de restringir su uso y aplicación a un grupo en particular. A pesar de su vigencia en el Distrito Federal, en la actualidad, también en la capital del país, ya es posible el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Ahora bien, ¿por qué se genera confusión entre una Ley de Sociedad de Convivencia y un contrato de matrimonio entre personas del mismo sexo? Mucho de ello se debe a los medios de comunicación, que difunden la información de manera que la población la entienda “a su manera”, sin detenerse en aclarar o especificar las diferencias.
Si dividimos (por poner un ejemplo) a la población mexicana en heterosexuales y no heterosexuales, ¿cómo beneficia la Ley de Convivencia a los primeros?, ¿cómo favorece el matrimonio a los segundos?, ¿cuáles son los pros y los contras de ambas propuestas? En el Distrito Federal se cuenta con las dos alternativas, sin embargo, ¿qué sucede en el resto del país?, ¿los beneficios de ambas propuestas también son válidos en provincia?
El matrimonio no es una institución inmutable que encontremos sin cambios a lo largo de la historia. Aunque en ocasiones se nos presente como una institución eterna e inalterable, es más o menos reciente y ha cambiado a lo largo de la historia y entre las distintas sociedades que lo han aceptado. A través de los siglos el matrimonio ha tenido que ver más con mantener el patrimonio familiar y con las relaciones de poder que con el amor o el sexo.
En la actualidad la gente habla del matrimonio tradicional, en referencia a la unión entre un hombre y una mujer, como si éste hubiera existido siempre, pero no es así. Incluso dentro del cristianismo la institución matrimonial ha cambiado mucho, tanto como el concepto de familia en las diferentes culturas. Durante los primeros 16 siglos de su existencia, la Iglesia católica sostuvo que el matrimonio estaba manchado por el degradante “placer carnal”, según expresión del papa Gregorio El Grande.
Antes de eso, la Iglesia católica no tenía que santificar una unión para que ésta se considerara un matrimonio. Este no siempre ha sido un “vínculo sagrado”, ni siquiera dentro del seno de la Iglesia. ¿Por qué cambió su actitud? Quizás la respuesta consiste en que quería tener un mayor control sobre aspectos privados de la vida de sus feligreses.
Lo mismo sucedió cuando el Estado entró al negocio de regular y validar los matrimonios (a partir del siglo 18 en Europa; mientras en México fue a mediados del siglo 19 con la creación del Registro Civil en tiempos de los liberales). Sólo hasta el siglo 18 se populariza la idea del matrimonio por amor, pues por lo regular las uniones eran “arregladas” con el fin de mantener el patrimonio y multiplicarlo.
De igual modo, dentro de la concepción matrimonial ha habido diversos cambios en relación con el concepto de familia y los roles al interior. ¿Qué entendemos por familia?, ¿qué rol desempeña cada miembro? Por tradición heteronormativa (que nos indica que la heterosexualidad es la norma y debe regular sobre las otras formas de sexualidad), se tiende a pensar que la familia está integrada por padre, madre e hijos.
No obstante, la historia siempre nos pone a reflexionar: ¿qué sucede con las familias disfuncionales?, ¿por qué hay matrimonios que buscan el divorcio?, ¿por qué hay parejas que optan por la unión libre?, ¿por qué hay sectores minoritarios que luchan por un matrimonio igualitario (unión civil entre personas del mismo sexo)?, ¿por qué hay cónyuges que pelean por un derecho equiparable al matrimonio en términos de derechos?
Recientemente mucha gente se ha preguntado por qué no puede haber matrimonios entre personas del mismo sexo y no sólo entre un hombre y una mujer. ¿Qué impide que cambiemos nuestra definición, como tantas veces sucedió en el pasado (para una relación detallada consúltese el libro de Stephanie Coontz, Marriage, a History. How Love Conquered Marriage)?
Querer cambiar en esa dirección no es algo meramente fortuito o un mero capricho: ese cambio responde, entre otras razones, a la evolución de nuestra concepción de los derechos humanos fundamentales, entre los cuales se encuentra el derecho al matrimonio. Para Hanna Arendt, el derecho al matrimonio viene antes que los derechos civiles o políticos.
El derecho al matrimonio tiene que ver con nuestra libertad para decidir un aspecto básico de nuestra vida: con quién queremos compartir nuestra vida y formar una familia, con quién queremos formar un vínculo emocional estable y comprometernos públicamente. Este derecho, además, tiene que ver con otros derechos fundamentales, como el derecho a la libertad, a la libre asociación, a la privacidad, entre los más importantes.
No obstante, hasta ahora ha sido un derecho reconocido sólo para las parejas conformadas por hombre y mujer, ¿debería reconocerse también para parejas del mismo sexo? Muchos afirman que no, sin embargo, para rechazarse tendría que mostrarse que este derecho entra en conflicto con los de otras personas o que representa una amenaza para el resto de la sociedad, y no necesariamente nos referimos a que el matrimonio igualitario extinga a la especie humana, como llegó a afirmar la Iglesia católica a través de sus obispos y arzobispos.
Por otra parte, el derecho al matrimonio es también importante por otras razones: porque de él dependen muchos otros derechos en la vida práctica que tienen que ver con herencias, seguridad social, pensiones por viudez o divorcio, custodia de hijos, derecho a vivienda, a empleos, a créditos, a visitas en hospitales y prisiones, y otros cientos de derechos que suelen ir vinculados al matrimonio. Sin duda uno de los más importantes es el derecho a la adopción.
Así pues, los opositores al matrimonio entre personas del mismo sexo presentan argumentos de base religiosa, que no tienen validez frente al Estado laico. Resulta irónico que quienes hablan de “valores familiares” les nieguen a las parejas del mismo sexo el derecho a formar familias y a abrazar esos valores. Al contrario, este reconocimiento promueve esos valores.
Al respecto, Theodore Olsen afirma que el matrimonio demanda que uno piense más allá de sus propias necesidades, transforma a dos individuos en una unión basada en aspiraciones compartidas y, al hacerlo, establece una inversión formal en el bienestar de la sociedad. Incluso destaca que “el hecho de que individuos que son gay quieran compartir esta institución social tan vital es evidencia de que los ideales conservadores gozan de una extendida aceptación. Los conservadores deberían celebrar eso, más que lamentarlo”.
En todo caso, más que promover la homosexualidad, el reconocimiento de este derecho fomentaría la tolerancia, la aceptación de la diferencia y el respeto. En especial, al no permitir que personas del mismo sexo se casen, el Estado viola el derecho moral al matrimonio que este sector tiene y que el Estado no les permite ejercer. Hace falta, entonces, que nuestros códigos lo reconozcan.
No reconocer el derecho al matrimonio homosexual y a la adopción significa decirle a las parejas del mismo sexo ya existentes, así como a las familias que ya han formado, que sus relaciones y su amor valen menor y, por lo tanto, que ellos mismo valen menos como individuos. Reconocer este derecho haría ver que sus familias tienen tanta dignidad y merecen tanto respeto como el que tienen las familias heterosexuales.
Ahora bien, un matrimonio no siempre se relaciona con una necesidad de formar una familia, vivir con la persona que se ama o la condición para obtener ciertos beneficios en la sociedad. ¿Cómo podemos llamarle a las relaciones que se forjan con los años pero en las que no se ve involucrado lo que implica un matrimonio?
En su novela Los bostonianos, publicada en 1886, el escritor Henry James acuña el concepto “matrimonio bostoniano” para referirse a dos bostonianas librepensadoras y protofeministas que viven juntas: Olive Chancellor y Verena Tarrant.
Hoy el término designa a toda una unión de dos personas adultas –hermanas, hermanos, madre e hija, madre e hijo, primos, y amigos o amigas– que bien juntas durante mucho tiempo, pero que no son pareja, y se consideran matrimonio porque son relaciones muy cercanas en las que cada uno de los miembros tiene asignadas ciertas funciones, pero también comparten la toma de decisiones, los planes diarios y las vicisitudes propias del hogar.
Se vive con otra persona, muchas veces, porque hay un proyecto de vida en común, como en el matrimonio institucional, pero también hay otras razones: las muertes de los padres, las desventuras amorosas, el apego al núcleo familiar, el miedo a crecer, la desidia o simplemente la mera coincidencia. En el matrimonio bostoniano cada parte suele tomar un papel determinado, y como en cualquier unión, cada uno tiene su carácter.
Sin embargo, ¿qué derechos generan si no tienen un vínculo reconocido por la ley? Para ello existen las leyes de sociedad de convivencia, que reconocen derechos y obligaciones para las personas que suscriben dicho convenio. Sin embargo, al ser una ley especial, su diseño legal presenta características distintas.
Por ejemplo, para hacer efectivo el derecho a obtener alimentos tienen que transcurrir al menos dos años. En relación con los derechos sucesorios, la ley se remite a las reglas del Código Civil, por lo que el conviviente que sobrevive heredará como si fuera el cónyuge del conviviente muerto. Si existen hijos, heredará como un hijo, y si hay padres, heredará la mitad del patrimonio.
Además, la tutela debe declararse judicialmente, proceso que no es automático, pero se sigue un orden para que el juez designe tutor, pues en dicho procedimiento intervienen todos aquellos que legalmente puedan ejercitarla. Como la Ley de Sociedad de Convivencia equipara al conviviente con el concubino y el cónyuge, se entiende que el juez deberá preferir en primer lugar, para designar tutor, al conviviente.
La Ley de Sociedad de Convivencia sólo cubre a quienes cuenten con un comprobante de domicilio del hogar común en el Distrito Federal, sin embargo, es efectivo su cumplimiento en todo el país, dado el principio constitucional que establece la vigencia de los actos jurídicos reconocidos en un estado.
Asimismo, se establece que podrán establecer una Sociedad de Convivencia dos personas mayores de edad que sean del mismo sexo o de diferente sexo; los integrantes no deben estar casados, ni pertenecer a otra Sociedad de Convivencia, ni mantener un concubinato. No pueden tener parentesco ascendente o descendente ni lateral hasta en cuarto grado.
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